La pasión del trabajo como doctrina de vida

La vida suele ser un sendero lleno de retos cuesta arriba, caminos pedregosos donde solo aquellas personas con la valentía y el ánimo suficiente pueden llegar a disfrutar de la despejada vista de la cima. Tales senderos fueron evidentes en la vida de Don Manuel del Hoyo Soto, hombre fiel al campo, al trabajo y sobre todo, al buen vivir.

Nacido en los verdores de Valparaíso, Zacatecas, Don Manuel llega al mundo en noviembre de 1942, siendo el último de 7 vástagos procreados en el matrimonio de Agustín del Hoyo y María del Refugio Soto.

El amor por la tierra y todo lo que se relaciona con ella floreció en su vida desde muy temprana edad mientras ayuda en las labores a su padre; la naturaleza de ese suelo, en especial su fauna de abundancia salvaje, le permitió conocer las hábiles destrezas de la caza. Su hijo recuerda con nostalgia aquellas historias que le contaba de los lejanos días donde solía cazar venados.

La educación en su vida fue algo que siempre mantuvo presente por el gran valor que él le daba, a pesar de solo estudiar a medias el nivel básico, siempre fue impulsor de ésta a toda costa, “solían traer a un maestro desde el pueblo hasta la comunidad para que enseñara a todos los demás”, recuerda su hijo.

A los 24 años, ya prendado en el amor, se casa con Ambrosia Venegas Mercado, mujer que le acompañará en todas sus venturas y desventuras. Pero el temporal siempre viene con tormentas, y la vida de Don Manuel no estuvo exenta de tragedias; en medio de una fiesta, en acalorada discusión, una faena termina en accidente bajo la inclusión de armas de fuego, típico de aquellos años, derivando en el fallecimiento de una persona, lo que provocó que el entonces joven Manuel del Hoyo se viera en la forzosa necesidad de buscar, junto a su esposa y con dos de sus hijos de los ocho que procrearía, nuevos horizontes.

La primera parada de lo que sería una época de constante traslado por el país fue Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde trabajó en la doma de caballos, acción que le provocaba gran felicidad, pues el gusto por los equinos fue algo que lo acompañó toda su vida. Estando allá intenta incursionar en las tierras del norte, pero no consigue traspasar la frontera.

Al cabo de medio año, con la situación legal arreglada, Don Manuel retorna al viejo hogar. Pero son el incómodo clima social y los recuerdos de la gente los que terminan por llevarlo a andar una vez más por los campos mexicanos.

Su travesía termina en el momento en que se establece en los verdores del Mineral de Fresnillo, Zacatecas, en tierras del Palmar, donde el resto de su historia sería forjada. Su hijo lo recuerda como una persona sumamente afín al trabajo, con un rutina que comenzaba a las 6 de la mañana para después recorrer 5 kilómetros de camino en traslado de sus hijos a la escuela y después retornar a las labores del campo; el sacrificio lo vale, hombre con sueños de grandeza, prospera en su nuevo hogar con la crianza de ganado y la creación de varios pozos, siempre fiel a su lema de vida, “de tierra, no vender ni un puño y comprar hasta un grano”.

Y aunque el día a día tenga sus variaciones, el gesto en común después de las largas jornadas era el de la monta de su caballo, acto que siempre le brindó paz y serenidad, el sentir del animal -recuerda su hijo- era algo que le estimulaba y lo disfrutaba sin igual, teniendo una gran pericia en ello. Es justo la palabra destreza la que más describe a Don Manuel, cuya pasión, además del trabajo, era la charrería, la cual le valdría numerosos reconocimientos, así como el respeto de toda una generación que le recordará por las hazañas que realizó.

Dicha afición comenzó en la flor de su juventud, momento desde el cual incursionó en varios equipos siendo acreedor a preseas por su habilidad al pialar y colear, en una ocasión siendo campeón estatal en tal modalidad, además de recibir los laureles por su invaluable apoyo en la formación y adoctrinamiento de escaramuzas.

A sus hijos siempre les inculcó la pasión por este deporte, “la charrería es una forma de vida… es algo que fomenta las relaciones con gente que piensa y ama lo mismo”, reflexiona su hijo al respecto. Como padre, su descendencia lo recuerda como un hombre cariñoso en el criar, pero estricto en el formar, cosa que, reconoce y fomenta el carácter y el respeto; y aunque fue muy adepto a la fiesta y a las diversiones que ella conlleva, siempre supo sacar adelante a su familia y darles una vida digna.

Pero el destino no detiene su curso, y es a la edad de 72 años que Don Manuel del Hoyo fallece en un accidente automovilístico; en su funeral, el incansable hombre de trabajo -a su avanzada edad seguía laborando por mero placer- fue acompañado por todos los familiares y amigos que sembró en el camino y en los cuales dejó una grata memoria de la persona que fué. Su legado a una generación que dejó, fue el de no darse por vencido jamás, de avanzar con el trabajo al frente y no dejarse ir para atrás, aun cuando en el horizonte se vislumbre la tempestad, pues, a su modo de decirlo, los problemas eran pasaderos, “que puede deber un hombre que con su vida no pague”, pronunció alguna vez.

Así concluye la vida de un hombre que llegó a estar solo y derrotado en una tierra ajena a la que lo vio crecer, pero que finalmente logró levantarse y destacar por la pasión que siempre le acompañó. Al final, detrás de él sólo queda aquella imagen de un charro montado en su caballo a la luz del alba, sin más preocupación que vivir la vida plenamente y seguir trabajando por un mañana mejor.

 

Bryan Pichardo Gallegos / El Despertar del Campo

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