Testigo generacional de una evolución rural

El campo, como la vida misma, es objeto de cambios aleatorios sostenidos con base a las decisiones que se toman a lo largo de la propia existencia, dejando plasmado entre los surcos los caminos que forjamos y dan pie a aquellos detrás que osen transitarlos.

Ejemplo de ello es la trayectoria que Don Feliciano Lara de Santiago ha pautado; productor por decendencia y empresario de vocación. Ve la luz de vida en Calera de Víctor Rosales, Zacatecas un 29 de enero de 1960, siendo el primogénito varón de una familia de 8 hijos.

A noble edad manifiesta el interés por la tierra y en corto tiempo queda claro en él cuál será su sendero a seguir, inspirado por su padre, su abuelo y las generaciones anteriores que dedicaron sus historias al campo. Fruto además de aquellos fines de semana donde tenía el prodigio de apoyar a su padre y vérselas frente a frente con los cultivos; “para mí, el campo es una satisfacción muy bonita ya que de ahí provienen nuestras raíces” reflexiona Don Feliciano en retrospectiva.

Alternando su tiempo entre los estudios y la vida rural, llega a la facultad de Agronomía de la máxima casa de estudios en el estado empeñado a recibirse como ingeniero. Pero el deficiente sistema educativo reflejado en las constantes y prolongadas huelgas le hacen decantarse de la educación y en 1980, con 20 años de edad, abandona toda relación escolar y se dedica de lleno a lo que más le apasionaba, el campo.

Sobre este apartado, Don Feliciano nunca lamentó su decisión y mantiene con aprecio los recuerdos de aquella etapa, aun a pesar de la insistencia ejercida por su padre de retomar el estudio, se dedica en aprender las ciencias de la tierra de forma empírica. 

A la edad de 25 años contrae matrimonio y con el peso de una familia propia encima, se independiza del núcleo parental para criar a los suyos en los pensares que le rigen. Así, con el apoyo de un tío de gran afecto, consigue hacerse de tierras en la localidad de Bañón, donde comienza con la plantación de chile en esos suelos nuevos de Villa de Cos, Zacatecas. Entre sus labores también se desempeñó como productor de uva en sus modalidades de mesa y de vino en Félix U. Gómez cuyas huertas eran de su padre.

A partir de ese momento, comienza una historia donde las altas y bajas le curten en sabiduría y el desplazamiento en varias tierras por todo lo ancho y largo del estado le vuelven un hombre de negocios nato que ha vivido para ver en ojo propio los cambios que la sociedad ha sufrido, como testigo de una revolución generacional cada vez más alejada del campo, desairada por las condiciones precarias en las que se mantiene este sector y la complicada situación que actualmente lo envuelve.

Todo ello como resultado de un problema, cuya solución se ha venido aplazando, formando una avalancha de nieve que cae con toda su fuerza sobre el indefenso productor; “el Tratado de Libre Comercio fue una desgracia para los productores mexicanos”, analiza con la voz de la experiencia, “si se pone en comparación la producción que se da en Estados Unidos en relación a México, termina siendo una competencia muy dispar, allá tienen reservas de los productos agrícolas y acá no, apenas baja la producción de algo a nivel nacional y esta termina siendo importada desde el norte, además el gobierno americano apoya al productor en gran medida, cosa que en México no ocurre”. Con la mirada pasiva ha presenciado la migración de paisanos calerenses desplazarse a Bañón y a otros lugares en busca de mejores condiciones para obtener el sustento.

Con todo y las complicaciones, nunca ha dejado que las situaciones externas opaquen el orgullo y cariño con el que recuerda los días en el campo, disfrutando de todo el proceso que este conlleva y donde la ardua labor le proporcionaba una satisfacción sin precedentes. Del mismo modo y viendo el otro lado de la moneda, lleva consigo las amargas experiencias de la trata con gente de mala intención, “coyotes”, o de palabra deshonrosa a las que podría considerar como la más mortífera “plaga” que afecta al trabajo del campo y que ha terminado con la confianza y los frutos no solo de él, sino de todos sus contemporáneos.

Ya de cara al nuevo siglo, relata su experiencia en Chichimequillas donde crea pozos con la esperanza de hacer de ello un negocio redituable, cosa que no consigue y no pudiendo negar más la situación actual que embarga al campo, termina por tomar un nuevo camino. Ese acto no supone su retirada voluntaria del campo, pero es consciente de su decisión de optar por una vida más familiar y con mayor estabilidad en el terreno laboral; “la agricultura es buena, siempre ha sido muy buena, tiene sus altas y sus bajas, pero en aquel tiempo los insumos eran menos costosos, ahora no, son más y más caros cada vez”, lamenta con mirada nostálgica de días más sencillos que no volverán.

Hoy día, solo las memorias quedan. Con un legado reflejado en los 4 hijos que tiene, tres de ellos profesionistas y ninguno particularmente interesado en el campo por los tiempos tecnificados que corren, no queda de otra más que contemplar sus tierras que permanecen quietas a la espera de que alguien ahonde en sus misterios y forje en sus raíces un nuevo camino, o que sus eternos labradores retomen el sueño verde de su trabajo como bien amenaza Don Feliciano quien se muestra dispuesto a volver si alguno de sus descendientes muestra algún rasgo de interés en ello.

Después de todo, siempre flota en su mente aquella expresión que su padre le regaló y que lo ha impulsado en toda su historia como referente de entrega en todo lo que hace: “Dios no se queda con el trabajo de nadie”.

Bryan Pichardo Gallegos / El Despertar del Campo

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