Figura de inspiración, amor y lealtad a la tierra
No existe figura que infunda más admiración, idolatría y respeto en la vida de toda persona como lo puede ser un padre, tal es el caso de la familia Lara Caraza, quien hasta la fecha recuerda a su patriarca con la misma admiración que le tuvieron en vida.
Nacido un 3 de abril de 1943, fruto de la unión de Juan Lara de Santiago y Rita Pacheco Medina en las tierras del Rancho El Vergel, situado en el municipio de Calera de Víctor Rosales, Zacatecas; Rogelio viene al mundo como el primogénito de una familia de 11 hermanos, por lo que teniendo esa posición y habiendo nacido en aquellos lejanos días, se vuelve inevitable su temprana inclusión en el mundo agrícola, y para fortuna suya, este le agrada.
A partir de ese momento se forjaría en él un cariño impresionante hacia el campo, comparable solo con su forma de ser, metódica y bondadosa. Dejó de lado el estudio ante las necesidades familiares, pero eso nunca le importó pues demostró con hechos que la disciplina, el aprendizaje y las ganas de superarse se impregnan desde casa y por voluntad propia.
Hombre de ingenio, no tarda en aprender los atributos de la tierra, sus formas, modos y tiempos, desarrollando así un excelente conocimiento en el tema, “él podía tocar un chile o un ajo y decir con exactitud cuántos días le faltaban para estar listo” recuerda una de sus hijas con asombro; sus cultivos principales giran en torno a las papas, ajos, cebollas y chiles.
Su profesión le lleva a realizar diligencias a la cabecera municipal, casi de forma diaria; entre sus múltiples viajes conoce a María Teresa Caraza Félix, de quien se enamoraría para posteriormente contraer matrimonio; solido vínculo de amor del cual nacen 5 hijos.
Don Rogelio era fanático del trabajo duro, de la idea de que si algo tenía que hacerse se hacía por mano propia y con el sudor de la frente. El mismo cultivó sus tierras, por su mano edificó su casa al dejar su lugar de origen para asentarse en la cabecera municipal con una familia propia por la cual tenía que ver. De igual forma siempre aborreció la idea de ir al país del norte a trabajar como era común en aquella época, “habiendo mucho trabajo aquí, no entiendo como mucha gente se va para allá”.
Como hombre fue de carácter serio, reservado pero innegablemente ordenado. Su rutina diaria empezaba a las 4 de la mañana en el campo y terminaba cuando el sol estaba por caer; emprendedor, siempre con la aspiración de lograr mejores resultados, de obtener mayores frutos de su labor, su gusto por la agricultura lo llevó a ser poseedor de muchos terrenos de producción donde pudo aplicar todo su amor por la naturaleza, posicionado así como pionero en el cultivo de ajo jaspeado en Calera.
Un padre firme pero cariñoso, recordado por sus hijos como un hombre dedicado y apasionado por sus raíces, quien siempre les inculcó los valores que a su modo de ver le parecían correctos, virtudes como la honradez, el honor y la perseverancia, pero sobre todo y de forma muy especial les infundió un amor muy grande por el campo, por el verdor de los cultivos, un gusto al ver germinar las plantas, con entusiasmo por el trabajo duro y bien hecho sabiendo que esa pasión se transmite a la tierra y ésta lo apremia dando el mejor de sus frutos.
Sintiéndose realmente afortunado del regalo que la tierra le da, decide retribuir a la vida de forma desinteresada, regalando así semilla de diversos cultivos a su prójimo por temporadas, loable gesto que le valdría el respeto y aprecio ante la sociedad, afecto y admiración que se mantiene aún a tantos años de su partida.
Hombre de costumbres religiosas arraigadas, ponía todo en manos de Dios a sabiendas que esto no le podía traer sino buenas consecuencias, prueba de ello son las diversas frases que repetía de forma constante y que heredaría a sus hijos, los cuales las retoman hoy en día como un intrínseco lema de vida, “trabaja bien, y todo saldrá bien, trabaja mal, y todo saldrá mal”, “cuando Dios te quiere dar algo, hasta los costales te presta”, y “mañana Dios dirá”.
Desafortunadamente, el destino le daría un duro golpe del cual no se recuperaría del todo; la inesperada noticia del fallecimiento de un hermano menor le provocaría diabetes a la edad de 35 años. A partir de ahí comenzaría un etapa amarga para él; no obstante, Don Rogelio se quejó pocas veces a lo largo de su vida, pero cuando lo hizo fue a causa de los estragos que la enfermedad le dejaba, como la pérdida gradual de la vista y la incapacidad de transportarse y moverse por sí solo en sus labores diarias.
Pero nunca dejó que eso mermara su felicidad y gusto por el campo, pues hasta sus últimos momentos se mantuvo fiel a su estilo de vida, a su espíritu, nunca le falló a su pasión ni siquiera estando de cara a sus peores temores.
La mañana fresca de un día de 1994, Don Rogelio, con 51 años encima, se levanta temprano como de costumbre, visita sus tierras, las admira, y contempla todo el legado de una vida entera dedicada al trabajo, a profesar vocación por el campo, aquel que fue la pasión de su vida desde el primer momento en que caminó sobre los fértiles surcos. Cuando el sol se pone regresa a casa, y sin más, después de despedirse de aquellos sembradíos por última vez, rodeado de su familia, Don Rogelio Lara fallece por complicaciones derivadas de su enfermedad.
“El campo fue su vida, y esa mañana él solo fue a despedirse de sus tierras, eso es lo que yo creo”, rememora una de sus hijas con ternura y nostalgia. A su partida, deja tras de sí un gran legado de amor y entrega al quehacer agrícola, no solo a sus hijos, sino a una sociedad entera, plasmando una imagen de inspiración al trabajo, a nunca rendirse, a dar siempre lo mejor y con pasión, a luchar y ser agradecido con el prójimo, pero sobre todo, a aspirar a un mejor futuro, a un mañana más brillante, como aquellas en las que el sol brillaba ya hace más de 40 años cuando joven, momentos en los que se configura su recuerdo el cual sigue vivo en aquellos que honran y siguen sus enseñanzas.