Nostalgia de tiempos pasados, esperanza de días mejores
La noche, húmeda y fresca, siempre invita a recordar; el hábitat natural de la nostalgia abre el baúl de las memorias, memorias de otros tiempos donde el campo brillaba más fuerte, recuerdos nobles, como aquellos que Don Ramón Carrillo Rodríguez comparte, sentado en su sillón en un anochecer húmedo y fresco.
Oriundo del pueblo mágico de Jerez, la tierra de la Suave Patria, Ramón Carrillo llegó al mundo un 25 de febrero de 1945, siendo el quinto hijo de 10, fruto de la unión entre Florencio Carrillo y María Rodríguez.
Desde pequeño, auxilia a su padre en las labores del campo, estudiando en las mañanas y pasando sus tardes entre animales y cultivos, aprendiendo las formas de la agricultura; poco tiempo duraría su historia académica, pero el trabajo en la siembra siempre sería suficiente para llenarle el alma de completa satisfacción. Amante de todo lo relacionado a ella, a sus frutos y animales (nunca fue muy aficionado de los deportes como la charrería y el rodeo por su negación al maltrato animal, cosa que le pesaba mucho).
Los tiempos no fueron fáciles, lo acepta; las duras heladas, el trabajo de sol a sol, y la humildad que esta labor ofrece en el estilo de vida de una familia lo marcó: “andaba de huaraches y pantalones remendados todo el tiempo” recuerda con gracia. Pero para alguien que lleva la tierra en el corazón, las adversidades se convierten en la motivación para la recompensa, la felicidad de la cosecha obtenida con el esfuerzo vale más que cualquier cosa, goce de una raza de hombres pertenecientes a tiempos más simples: “uno se preocupaba más por comer, no de otras cosas materiales”.
A los 9 años, por azares del destino deja su tierra natal para establecerse en el rancho “El Mirador”, en el municipio de Enrique Estrada, Zacatecas, donde siembra diversos productos entre ellos el frijol que desde ese momento y para siempre se volvería su cultivo por excelencia.
Los buenos tiempos fue lo que siguió; con nostalgia recuerda aquella época de oro para el campo mexicano, días en que “la cosecha daba para comprarse uno sus cosas”, días en que el agricultor podía ver remunerado su esfuerzo, el amor invertido en cada semilla que al final daba los mejores frutos.
1966 sería un año memorable para él; con apenas 18 años adquiere junto a sus hermanos, en pleno auge de la mecanización del campo, su primer tractor (recurso que revoluciona su forma de trabajar hasta entonces), obtiene una de las mejores cosechas de su vida, y además, ese año, prendado en el amor, contrae matrimonio con Margarita Martínez, compañera de vida con quien procrearía 13 hijos a los cuales transmitiría sus enseñanzas e ideales.
Siempre fieles y leales, los recuerda con cariño en esos días que compartían la siembra, inculcando la pasión que el mismo sentía por el campo, con sus problemas y recompensas, creando un vínculo padre-hijos tan natural como la tierra misma que cultivaban ávidamente. Aun así, nunca dejó a sus hermanos, con quienes compartió el trabajo toda su vida.
Los andares de la vida lo llevarían, también, a laborar en otros ámbitos ajenos a la tarea agrícola como los talleres industriales, además de ir en reiteradas ocasiones al país del norte en busca de nuevas oportunidades, en aquel lugar regresaría a la tierra fungiendo como cargador, llevándose aparte de ganancias, una buena experiencia de vida.
Fiel creyente religioso, agradecido siempre con Dios por las bendiciones del campo, campo que nunca vio como un simple trabajo con el cual subsistir, sino como una pasión de la que está orgulloso al haber dedicado tantos años de su vida y tantas fuerzas de su vitalidad.
Hoy en día, con 72 años de edad y una vida bien vivida, ha visto El Despertar del Campo, los días dorados de fértiles tierras y los ocasos oscuros de la incertidumbre. Ha sido partícipe de la opulencia del cultivo: “el gusto de trabajar en el campo, con el amor de sacar la cosecha y volver a empezar de nuevo”; y al mismo tiempo, le ha tocado ver con desasosiego, el lento decaer de un sector herido, donde los insumos suben y la ganancia es cada vez menor, “en aquellos tiempos andaba uno con amor y ahora no se ajusta para esas labores”.
Solo uno de sus hijos se dedica al campo, auxiliándolo como él una vez lo hiciera con su padre. Siempre manteniendo la pasión en su corazón pero consciente con el pensar y sabiduría de la situación actual: “el campo es lo más sano, pero ahora ya es algo incosteable”.
Aun así la esperanza del retorno de los viejos días nunca se apaga, añorando los tiempos pasados. Días en que solía ir al campo a caballo y admirar sus labores con gran gusto y satisfacción, con los ojos puestos en el mañana, un mañana por el que siempre valdrá la pena levantarse y sentir, al menos en el viento y las raíces, el fresco recuerdo de una tierra joven y fértil que se ha ido con la promesa de algún día volver.
Bryan Pichardo Gallegos / El Despertar del Campo