Legado de vida de una verdadera mujer de campo

Las mejores herencias no son materiales, sino aquellas hechas de recuerdos y enseñanzas que deja una persona en su vida, recuerdos que inspiran, que prevalecen en la mente y el corazón de sus seres queridos y sobreviven a la erosión del tiempo, esta es la vida y obra de Doña Jacinta Luján Hernández.

La mañana brillaba un 17 de agosto de 1914 en la ranchería El Monte de los García perteneciente a las nobles tierras de Jerez, Zacatecas, entre el verdor de los campos y los cielos despejados, aquel lugar la vería nacer de la mano de sus padres, Norberto Luján y María Gertrudis Hernández.

Pero la vida da mil vueltas y en este caso la tragedia marcaría su inicio, dándole un golpe duro a muy temprana edad con la muerte de su padre, todo en medio de una época donde la inestabilidad de un país ocasionada por una cruenta revolución estaba en su apogeo. Con ello se ve forzada, mediante el apoyo de un tío, a emigrar a los Estados Unidos con su familia; nunca conocería a su padre, pero siempre lo llevaría con ella en el corazón como buena hija.

Situados en el país del norte, siendo la más pequeña de la familia, se iniciaría a muy corta edad en el desempeño de las labores del campo, en la pizca del algodón y en la siembra y cosecha de naranjas, uvas, duraznos, membrillos, manzanas y tomates, entre otros cultivos producidos en aquellas cálidas y prósperas tierras californianas.

Sería justo en ese lugar donde a lo largo de 17 años desarrollaría la pericia y aprendería las técnicas de la agricultura, pero sobre todo, concebiría el significado del amor al campo, a maravillarse con su verdor, a valorar el fruto de su trabajo y a disfrutar de los pequeños detalles que sólo la naturaleza puede brindar, como el poder saborear con el alma el aroma de la tierra mojada.

Después de ese tiempo retorna a México, donde seguiría involucrada en tareas agrícolas. Ya en el país que la vio nacer presencia la fatídica muerte de dos de sus hermanas a causa de una severa epidemia viral suscitada en aquel período; en contraste, al poco tiempo, en 1937, con 23 años de edad recobraría la felicidad al encontrar el amor en su compañero de vida Don José Manuel Ruiz Román, hombre de reconocida trayectoria a quien le profesaría su devoción, forjando así una ilustre estirpe en la que cultivó su gran pasión por el campo y por su patria, lo cual queda para su testimonio en la composición de Don Germán Lizárraga, líder y fundador junto con su padre Don Cruz Lizárraga, de la reconocida Banda El Recodo, corrido en el que uno de sus párrafos versa de la siguiente manera, “Doña Jacinta su esposa, es firme como un pilar y con su esposo ha formado una familia ejemplar. Rodolfo, Javier y Roberto, Álvaro y su hermana Amelia, por ser hijos de quien son, nacieron con buena estrella”.

El trabajo de campo la hizo una mujer franca y sencilla, de conocimiento autodidacta, prefiriendo el obrar que el hablar, orgullosa de sus raíces, satisfecha y generosa al transmitir su experiencia y capacidad a otros, con el único sueño de siempre ver frutos positivos, producto de un suelo fértil bien labrado.

Amante de la música y de los bailes como toda buena mexicana. Las melodías vernáculas y los ritmos de la banda fueron su predilección; “Dos Palomas al Volar” su canción preferida, tonada que cada 10 de mayo desde que tenía 65 años de edad, le entonaba el mariachi con cariño.

Su gusto por los viajes y por las labores del campo se verían unificados en las numerosas excursiones que realizó a los Estados Unidos de forma intermitente a lo largo de su vida, con la única finalidad de trabajar la tierra y de seguir aprendiendo, momentos en los que demostró que para ella las fronteras no existían, sólo las ganas de ser feliz haciendo lo que amaba. Aun casada y con hijos iba y venía cada temporada de corte de uva o en la pizca de algodón, situación que nunca provocó conflicto con su familia, quienes al contrario, con afecto y voluntad la entendían, y comprendían su gusto.

Como esposa supo convivir y llevar una vida estable de pareja, donde la confianza, el amor y el entendimiento fueron las bases para sustentar a su familia. Como madre era cariñosa, pero estricta, sabía imponer sus reglas con el fin de educar por el camino del bien a su descendencia; como abuela, siempre se mostró atenta y apegada hacia sus nietos, bisnietos y tataranietos.

Su gran ingenio, propio de los amantes de la vida de campo, le hizo comprender la importancia que tiene el estudio y el desempeño constante, en el futuro de las personas, por lo que inculcó en sus hijos el aprecio por la enseñanza formal y por el esfuerzo diario, lo que les abrió las puertas y los hizo personas de bien. Ideología e instrucción que en armonía con los valores inculcados por la familia, generaron costumbres y tradiciones que aun hoy siguen transitando de generación en generación, pasando de padre a hijos y de hijos a nietos, con el anhelo de continuar con un linaje que lleva grabado en la sangre la gallardía y la entrega de los hombres y mujeres de campo, legado que se conserva como lo más valioso al conferir dignidad e identidad como mexicanos.

Para ella el campo era más que un trabajo, era una forma de vida; “era parte de ella, siempre iba con mucho gusto y con mucha alegría”, rememora su familia, “el trabajo se tenía que hacer de cualquier forma, entonces que mejor que hacerlo con gusto”, siempre fue su deseo fomentar ese mismo sentimiento en los demás, sin importar si la jornada era dura, si el temporal era malo, para ella nada se comparaba con el bienestar de sentir la fresca brisa rozando sobre su rostro.

Doña Jacinta, mujer de fe, siempre adepta al Santo Niño de Atocha, al que tenía mucha devoción, fue agraciada por Dios al concederle en el año de 1978, en un viaje por Europa en compañía de su esposo y uno de sus hijos, la dicha de presenciar el surgimiento de humo blanco de la Capilla Sixtina situada en la Ciudad del Vaticano, Habemus Papam, Karol Wojtyla fue elegido por los cardenales como el Papa Juan Pablo II, quien aclamado se dirigió a la multitud “Urbi et Orbi”; que mejor bendición en el momento cúspide dentro de la vida de una mujer dedicada al trabajo y a profesar amor por sus creencias y su familia.

No obstante de tan venturoso destino, la aflicción y los tragos amargos también signaron su camino. La pena de perder a una hija a muy corta edad la marca para siempre, y aunque el pesar pareciera cernirse sobre ella, Doña Jacinta de carácter fuerte, seria y reservada, sabe sobreponerse a la tragedia, demostrando una vez más la determinación y la fortaleza de la que estaba hecha, sin dejar que aquello mermara la luz de su vida.

Lamentablemente el sendero le seguiría mostrando su lado duro, poniendo a prueba su temple, ya que con el paso de los años tendría la mala fortuna de presenciar la muerte de uno de sus nietos, el funesto deceso de su marido en el año 2001, y en el 2007 la defunción de su hija mayor.

De igual forma, es la misma vida la que recompensa. En su honor, en 1989 se forma la escaramuza que llevaría su nombre, y en el 2002, el Congreso Nacional Charro realizado en Zacatecas llevó el nombre de su esposo a un año de su fallecimiento, evento en el que también a ella se le homenajeó al entregarle la Rosa de Plata, máxima presea otorgada por la Federación Mexicana de Cacharrería a una mujer; además, un año después, a la edad de 89 años logró la ciudadanía americana, hecho que le significó una gran satisfacción y alegría, al concederle la pertenencia a un país al que también se entregó y en retribución le enseñó el valor del campo en su niñez.

De forma fatídica, el 30 de diciembre de 2014, un martes, Doña Jacinta Luján Hernández abrió los ojos por última vez a la fascinante edad de 100 años, un siglo entero lleno de emociones y de anécdotas, de felicidad y de tristeza, pero sobre todo un siglo colmado de amor y devoción por los suyos, y por aquello que siempre disfrutó hasta el final de sus días, una vida bien vivida en el campo.

Descansa hasta siempre Doña Jacinta, en ese lugar reservado en el cielo para quienes siempre llevaron en su corazón la pasión por los frutos de su tierra, aquella que atesora su admirable historia, la cual sigue viva en quien la recuerda y sigue sus enseñanzas como una mujer firme y cariñosa, pilar y ejemplo de vida, que ha legado su obra para esperanza y alegría de futuras generaciones. Su familia la evoca con especial respeto, resumiendo en una frase llena de amor todo lo que para ellos significa, “mi Chinta es la mujer y la madre de la que siempre estaremos orgullosos y satisfechos”.

 

Bryan Pichardo Gallegos / El Despertar del Campo

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