Sueños de grandeza con el campo en el corazón

Poder mirar al tiempo y decir que se está satisfecho con lo logrado en vida, es una de las sensaciones humanas más apremiantes que puedan existir, y es la misma sensación que J. Guadalupe Pereira Bonilla siente cuando se le pregunta acerca de su obra; “estoy satisfecho”, su rostro, firme como el campo, en sí no expresa nada, pero su voz revela la emoción escondida debajo de su piel, una satisfacción pura, tan pura como la tierra misma que lo ha visto crecer.

Oriundo de las emblemáticas tierras del Águila Real, en el rancho El Durazno, Monte Escobedo, Zacatecas, un 2 de febrero de 1963; Guadalupe Pereira nace siendo el noveno de 10 hijos, pertenecientes a la unión de Victorio Pereira y Beatriz Bonilla. Aun antes de llegar al mundo, J. Guadalupe ya cargaba en sus manos un legado de generaciones, el arte de fabricar queso de forma tradicional.

Desde pequeño, con toda una vida entre cerros y praderas en el seno de una familia agrícola, fue solo cuestión de tiempo para caer inevitablemente enamorado de la naturaleza desde los años en que auxiliaba a su padre en la cosecha, “nací en el campo y sigo en el campo” reafirma con plena convicción.

Con apenas el estudio básico, se ve obligado a abandonar la escuela a corta edad por las dificultades geográficas (El Durazno se extiende en los límites del municipio, creando una gran distancia entre este y la cabecera donde se ubicaban todas las escuelas de educación media superior); ocupando sus días en las labores del campo a manos llenas, aprendiendo en otro tipo de escuela, una milenaria, una que enseña a los hombres no solo a sobrevivir, además forja el compromiso y la disciplina.

Guadalupe Pereira Bonilla crecería viendo el campo como algo serio. Más que un medio para ganarse el sustento, es una profesión, un arte y sobre todo, un estilo de vida, que se hace a veces por necesidad, por gusto o la mera pasión de hacerlo.

Con el tiempo llega su incursión en el negocio familiar, su rol en el proceso de la producción de quesos se limita a la ordeña y al arreo de los becerros, labor humilde que le deja grandes enseñanzas.

De aquella dinámica, aprendería no solo el valor de la unión familiar, sino, además, tomaría nota de la importancia del trabajo en equipo para lograr una meta en común. Y es que, desde temprana edad, el ideal de llevar el legado familiar más allá de lo esperado germinó en su mente como una semilla fértil en espera de rendir frutos, salir de lo local y tomar las riendas de emprender algo propio, algo más grande, el deseo de cumplir su anhelo; tener su propia fábrica quesera en una tierra que destaca en el ámbito culinario justo por los derivados lácteos.

Los temporales pasan y su dominio del arte crece como su sabiduría. A la edad de 20 años contrae matrimonio con Graciela Vargas, mujer de misma tradición agrícola, apasionada de la tierra, y con quien procrearía 6 hijos, mujer incansable a la cual Guadalupe Pereira reconoce como un soporte en su vida, contando con su apoyo en el camino a cumplir sus sueños.

A lo largo de los años haría varias incursiones en el país del norte, de las cuales traería consigo capital para seguir construyendo sus sueños. Guadalupe Pereira desvía la mirada al campo, y con la mente viajando en el tiempo, reconoce que la paciencia ha sido crucial para alcanzar lo que en su día parecía un sueño remoto; “empecé a gestionar la empresa desde el año 2000 juntando recurso, equipo… no fue hasta el 2008 que todo se formalizó y el verdadero negocio comenzó”.

Reconoce que todo aquello surgió de la necesidad y del gusto; “hay que tratar de avanzar y salir adelante”. Pero el camino no es llano y las piedras de la adversidad se encuentran por doquier; al momento de iniciar su propia empresa, dio cuenta que poco importaba que tanto supiera del proceso, ni que tan versado estuviera en la habilidad de hacer quesos, tuvo que iniciar todo de cero, un auténtico bautizo de fuego probando el temple y la paciencia de los hombres.

En definitiva, no fue fácil, pero hoy puede mirar en retrospectiva y pensar que todo ha valido la pena; que no solo ha cumplido un sueño, sino que, con él, proporciona el sustento a numerosas familias de los alrededores, a una comunidad que sostiene en la obra lechera la base de toda una economía social. Desde aquellos que traen la leche, hasta quienes distribuyen los quesos, todo como parte de un solo engranaje.

Con el tiempo, los problemas van y vienen desafiando a todo aquel que sueña con lograr más, viéndose obligado en una ocasión a abandonar su propia empresa, pero lejos de la derrota, empeñó sus esfuerzos en levantar una nueva, y aun en el contexto actual, con el batallar de los insumos y la escasez de la mano de obra en una época industrializada, da testimonio de su carácter, en el que solo basta la voluntad y las ganas para superar cualquier infortunio.

Pero la moneda tiene dos caras, y así como las adversidades llegan, los momentos de grata alegría también, como el verdor del cultivo después de la tormenta, en apremio a la resistencia del hombre; el ver como todo su esfuerzo rinde sus frutos le proporciona una felicidad tan pura, el saber que logró todo lo que pudo dentro de sus posibilidades, que cumplió su meta.

Hoy día, con más de 40 años de experiencia, Guadalupe Pereira mira en retrospectiva lo que ha hecho en vida, ha honrado el legado familiar y honrado a la tierra que lo vio nacer, aquella por la cual siempre sentirá un profundo cariño, “se siente mejor cuando uno trabaja en su tierra que en otro lado”.

Y es justo su consciencia de su lugar como hijo del campo, más que hombre emprendedor, el que le ha dado el impulso para no parar, pues la tierra nunca ha salido de su corazón; “no lo cambiaría por nada, el campo es algo bonito, no sabría explicarlo bien… pero diría que es vida, es libertad, no ves edificios, solo ves árboles, venados, coyotes… solo ves lo natural”. La fresca brisa de la tarde corriendo por su rostro es viva prueba de su palabra.

Su aspiración, a sus 56 años de edad, se manifiesta en la esperanza de que su legado permanezca de la mano de sus descendientes, tradición que no desea perder en las raíces del tiempo, pero a la vez se mantiene abierto a la idea de que estos sigan sus propias inclinaciones, así como él siguió las suyas.

Y para aquellos, muchos otros, que también persiguen un ideal similar, que ven el cultivo con otros ojos, solo tiene una cosa que decir; “que le echen ganas, las cosas no se ven tan rápido como uno quiere, es poco a poco, paso a paso y trabajando mucho, con paciencia se logra lo que uno se propone, no se desesperen”.

 

 

Bryan Pichardo Gallegos / El Despertar del Campo

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