Afición de vida, la pasión hecha vocación

Existen sonidos que alegran el ánimo de los hombres de camino a casa bajo un suave atardecer o un claro amanecer, sonidos que, más que el oído, son escuchados con el alma y hacen eco en el corazón mismo. Para José Ignacio Martínez Caraza, ese sonido se traduce en el relinchar de caballos cada mañana, sonido que lo complementa e impulsa cada día, a dar lo mejor de sí.

Nacido un 29 de diciembre de 1969, se cría en el seno de una familia agricultora, bajo la tutela de sus padres, Jesús Martínez Ramírez y María Soledad Caraza Félix. Junto a ellos y sus 7 hermanos conoce las bondades del campo, pero sería de la mano de sus tíos que se encuentra con su verdadera pasión; los caballos.

Pasión que lo ha acompañado desde la infancia y se mantiene tan viva hoy día, como una flama perpetua que se mantiene en pie bajo los vientos del tiempo, provocando en él la alegría que no ha tenido vigencia con el paso de los años.

De su padre conoció el amor al campo, pero fue por convicción propia que encaminó sus fuerzas e intereses por ese ramo de la ganadería, decisión que sabría manejar al auxiliarlo en las tareas de arrear a las vacas. Ya a los 15 años le comenzaban a confiar caballos de procedencia ajena con la labor de amansarlos, maniobra que notaban se le daba en completa facilidad y hacía con especial ánimo; esa época marcó la transición hacia el comienzo definitivo de una vocación: arrendador de caballos.

El interés y tiempo invertido en el campo se tradujo en la forma de abandono hacia la educación; era consciente de su importancia, claro está, pero también sabía y era conocedor de sus propias metas y ambiciones en la vida, dejando en claro que el estudio, no tenía cabida en ellas: “no quería hacerle perder el tiempo [en referencia a su padre]” reflexiona al respecto.

Su retorno al entorno agrícola duró poco debido a la brevedad con la que empezaron a llegar los encargos de equinos de gente que confiaba en sus habilidades. Para ese entonces era clara la reputación que comenzaba a formarse.

Y con la misma pasión que un día llegó a él, el amor también apareció, cabalgando por las planicies de su vida en la forma de una mujer; a los 19 años contrae nupcias con Mayela Pichardo Ramírez, con quién terminaría procreando 3 hijos, a los cuales inculcaría los valores de su padre sobre el respeto a la tierra y la dedicación en el trabajo, al mismo tiempo que enseñaría las mañas y matices de su trabajo, profesión que desea con fervor, se preserve a futuro de la mano de sus vástagos, en quienes ve el potencial de manejar lo que un día él forjó.

En ese momento, después de sus nupcias, se separa de su familia y comienza su vida, estableciendo la pequeña empresa que lo haría notable en el ramo. La transición ha llegado a su fin, la vocación es clara y no hay marcha atrás.

Pero el camino es duro, y la faena no es tan sencilla, en especial cuando va empezando como piensa en retrospectiva; en sus propias palabras, compara su labor con la crianza de un infante, y como tal, el adiestramiento inicial siempre es la parte más complicada, pero es el desarrollo del proceso, paso a paso, presenciar la evolución del caballo, salvaje en un inicio, hasta llegar a convertirse en la elegancia que emerge, el ver como el animal crece a la par que su mentor, es lo que realmente vale la pena.

Todo culmina con la satisfacción más grande de José Ignacio, admirar el fruto de su trabajo, más que la doma total del caballo, son todas las horas, días y noches invertidas en la formación de un animal; “uno aprende mucho de ellos, todos son diferentes, no existe un solo caballo igual al otro… y tienen casi la misma inteligencia que uno, a su propia manera, pero son muy inteligentes”.

Su rutina del día a día comienza puntual a las 7 de la mañana con la comida de los equinos y no culmina hasta que el sol se pone; una rutina que por lo general le toma un año, 12 meses dedicados a educar a cada animal, “son mi vida (los caballos), vivir con ellos, convivir con ellos… me siento muy a gusto estando a su lado”.

En el ámbito personal, apoyó a sus hijos en sus metas, dándoles estudio hasta donde ellos lo desearan, con la idea presente de que siempre es la pasión la que debe marcar el camino a seguir; “trabaja en lo que te guste, si no nunca vas a trabajar a gusto, nuca vas a apreciar lo que haces” recalca.

Fiel asiduo a la charrería, sus gustos personales se extienden a toda actividad que involucre a sus amados animales, desde los coleaderos hasta las cabalgatas, pasando por las tradicionales morismas, el simple hecho de ver al objeto de su pasión en acción es motivo suficiente para amenizar sus momentos de dispersión.

Al final, Nacho Martínez es solo un hombre que deja a sus acciones hablar por él; siempre con la mirada en el futuro, observa con ojos brillantes el porvenir de la agricultura y la ganadería por igual, sabe que ambas son la base de todo, y sabe lo intrínsicamente ligadas que están una con la otra.

Y es en este porvenir unido a la naturaleza que piensa en su legado, una vocación qué a resumidas cuentas, espera se conserve para la posteridad, no solo por la nobleza de la misma, si no que espera de todo corazón, esta sirva para encantar a alguien más, como le pasara a él mismo un día de su infancia, cuando aquel sonido del relinchar de un caballo se convirtió en un sonido especial, de aquellos que avivan el alma y despiertan pasiones de vida.

 

Bryan Pichardo Gallegos / El Despertar del Campo

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